Según las crónicas de la época y algunos retratos que nos han llegado, Isabel era de una belleza singular: elegante, alta, rubia y de ojos azul verdosos. Una mujer con todas las letras que no evitaba usar su belleza cuando debía hacerlo pero que escapaba a la exposición sin sentido por su recato singular.
Uno de sus biógrafos, fray Valentín de San José, diria que <ni un pie desnudo le había visto nadie>; su belleza no impedía su pureza que fue hasta proverbial. De hecho, sus enemigos históricos jamás la atacarán en este punto cosa que es un indicio enorme para una mujer bella, y encumbrada. Sobre este
punto narraba con gran admiración Pedro Mártir de Anglería, su capellán, quizás con exageración:
Fuera de la Virgen Madre de Dios, «quién otra podréis señalarme entre las que la Iglesia venera en el catálogo de las santas, que la supere en la piedad, en la pureza, en la honestidad? Fue en toda su virtud ejemplo de castidad, más aún, pudiera bien decirse que era la castidad misma.
José MARÍA ZAVALA, op. cit., 236
