Consideremos la maravillosa señal que se ve en las regiones del oriente esto es, en las partes de Arabia. Hay un ave, llamada fénix. Esta es la única de su especie, vive quinientos años; y cuando ha alcanzado la hora de su disolución ha de morir, se hace un ataúd de incienso y mirra y otras especias, en el cual entra en la plenitud de su tiempo, y muere. Pero cuando la carne se descompone es engendrada cierta larva, que se nutre de la humedad de la creatura muerta y le salen alas. Entonces, cuando ha crecido bastante, esta larva toma consigo el ataúd en que se hallan los huesos de su progenitor, y los lleva desde el pais de Arabia al de Egipto, a un lugar llamado la Ciudad del Sol; y en pleno día, y a la vista de todos, volando hasta el altar del Sol, los deposita allí; y una vez hecho esto, emprende el regreso. Entonces los sacerdotes examinan los registros de los tiempos, y encuentran que ha venido cuando se han cumplido los quinientos años.
Pensamos, pues, que es una cosa grande y maravillosa si el Creador del universo realiza la resurrección de aquellos que le han servido con santidad en la continuidad de una fe verdadera, siendo asi que Él nos muestra incluso por medio de un ave la magnificencia de su promesa? Porque Él dice en cierto lugar: Y tú me resucitarás, y yo te alabaré (Sal. 88, 11); y: Me acosté y dormí, y desperté; porque Tú estabas conmigo (Sal. 3, 6; 23, 4). Y también dice Job; Tú levantarás esta mi carne, que ha soportado todas estas cosas. (Job 19, 25)
Clemente de Roma, Epistola a los Corintios
Padres Apostólicos Siglo I
