En este punto debemos detenernos un momento para percibir con más claridad el profundo contraste que existe entre la valoración cristiana del sufrimiento y los intentos humanos antes mencionados de darle una solución al problema Todos estos tenían como objetivo huir del sufrimiento. Lo hacían acabando drásticamente con él, ayudándose con una técnica artificiosa, endureciéndose contra el dolor (hasta el punto de ponerse sobre una tabla de clavos, de despreciar estoicamente el dolor o la ignominia), planificando sociológicamente en vista de un futuro lejano. Los métodos son diversos, pero el fin es evidente: el sufrimiento debe desaparecer.
Jesús no pone el sentido de su vida en la abolición del sufrimiento, sino en el descenso a su fundamento más bajo: Él bebe el <cáliz> hasta el fondo, expresamente por nosotros. No para que nosotros ya no tengamos que sufrir, sino para que el sufrimiento, carente de un sentido último, reciba en Él el sentido más alto: ayudar a expiar y redimir el mundo.
Es verdad que muchos filósofos y pedagogos siempre han considerado útil ana cierta medida de sufrimiento: < Quien no ha sido aporreado no ha sido bien educado> [cf. Menandro, Sentencias, 422; Goethe, Poesía y verdad de mi vida], como ya sabían los griegos. Pero, donde comienza a pronunciarse lo insoportable, lo excesivo, el padecimiento de lo injustificable, allí calla toda filosofía y roda pedagogía. También calla Nietzsche, se apaga su elogio del sufrimiento que hace fuerte como el acero: para su propia demencia ya no habría tenido ninguna teoría.
Aquí, más allá de toda teoría, solo hay Uno que todavía tiene una palabra, una que en el fondo ya no es una palabra que habla, sino una que sufre en SU carne: pues Jesucristo como Hijo de Dios es la Palabra definitiva del Creador y Padre para el mundo. Y lo definitivo en ella es que la entrega del Hijo y de la Palabra al estado de abandono último es también la revelación más profunda del amor de Dios para el mundo.
Dios y el sufrimiento. Balthasar, Hans Urs von
