El sacramento del Orden y el lugar de la mujer
El debilitamiento del celibato hace que se tambalee el edificio eclesial en su conjunto. De hecho, los debates sobre el celibato suscitan, como es lógico, cuestiones como la posibilidad de ordenar a mujeres sacerdotes diaconisas. No obstante, esta cuestión quedó definitivamente zanjada por san Juan Pablo II en su carta apostólica Ordinatio sacerdotalis del 22 de mayo de 1994, en la que declara que <la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia. Cualquier desacuerdo pone de manifiesto un conocimiento erróneo de la verdadera naturaleza de la Iglesia, La economía de la salvación, en efecto, integra el designio creador de la complementariedad entre el hombre la mujer en la relación esponsal entre Jesús y su Esposa-Iglesia. El sacerdote, mediante su representación de Cristo-Esposo en la que está plenamente integrada SU condición sexual masculina se halla tambiến en una relación de complementariedad con la mujer que representa de forma icónica a la Esposa-Iglesia. Promover la ordenación de la mujer equivale a negar su identidad y el lugar de cada uno.
Estamos necesitados del genio de las mujeres. De ellas debemos aprender lo que debe ser la Iglesia. Y es que en el corazón de cada mujer existe – como afirmaba Juan Pablo II– una disposición fundamental a la acogida del amor. La Iglesia es esencialmente acogida del amor virginal de Jesús. Es respuesta por medio de la fe al amor del Esposo. Me atrevo a afirmar que la Iglesia es fundamentalmente femenina: no puede prescindir de las mujeres
<Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia. que esta recibe de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad «mística», profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia |… Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad, fîidelidad, alabanza y espera, coloca a la Iglesia en continuidad con la historia espiritual de Israel … Aun tratándose de actitudes que tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad. Así, las mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo>
El gobierno de la Iglesia es un servicio de amor del esposo a la esposa. Por eso solo pueden asumirlo hombres identificados con Cristo-Esposo y servidor por su condición sacerdotal. Si hacemos de él una cuestión de rivalidad entre hombres y mujeres, lo reducimos a una forma de poder político y mundano. Entonces pierde su especificidad: la de ser participación en la acción de Cristo En nuestros días existen campañas mediáticas hábilmente orquestadas que reclaman el diaconado femenino. ¿Qué es lo que buscan? ¿Quién se oculta detrás de esas extrañas reivindicaciones políticas?
Se está aplicando la lógica mundana de la paridad. Se está alimentando una especie de envidia mutua entre hombres y mujeres que no puede sino ser estéril. Creo que hay que profundizar en el lugar del carisma femenino. En otro tiempo la palabra era más libre que hoy y la palabra de la mujer en particular ocupaba un lugar central. Su papel consistia en recordar con firmeza a toda la institución la necesidad de la santidad, A modo de ejemplo, viene bien recordar la amonestación dirigida por Catalina de Siena a Gregorio XI, en la que le recuerda su identificación con Cristo, Esposo de la Iglesia: <Por ser mayor vuestra carga, por lo mismo se necesita un corazón más audaz y varonil, y no atemorizado por cualquier circunstancia que pueda sobrevenir. Sabéis bien, Santísimo Padre, que al tomar por esposa a la santa Iglesia, os comprometisteis a trabajar por ella>. ¿Hay hoy algún obispo, algún papa, capaces de dejarse interpelar con tanta vehemencia? Hoy algunas voces ávidas de polémica calificarian de inmediato a Catalina de Siena de enemiga del papa o de líder de la oposición, Los siglos pasados contaban con una libertad mucho mayor que el nuestro: está claro que entonces las mujeres ocupaban un lugar carismático. Su papel consistía en recordar firmemente a toda institución la necesidad de la santidad y obtenían su regreso a Roma. Siempre es un factor determinante, sin el cual la Iglesia no puede vivir>
La relevancia de la especificidad femenina es ajena a unos <ministerios> femeninos, que no serían más que creaciones arbitrarias y artificiales sin futuro, Sabemos, por ejemplo, que las mujeres denominadas <diaconisas> no recibían el sacramento del Orden. Las fuentes antiguas son unánimes a la hora de prohibir a las diaconisas cualquier ministerio en el altar durante la liturgia. Su única función litúrgica consistía en llevar a cabo la unción prebautismal en la totalidad del cuerpo de las mujeres en la etapa geográfica siria. De hecho, antes del bautismo propiamente dicho, inmediatamente después de la renuncia a Satanás, se ungia al neófito con el óleo exorcizado, eso que hoy nosotros llamamos el óleo de los catecúmenoss. Es de suponer que se ungia al menos el pecho y los hombros, lo que en el caso de las mujeres planteaba un problema delicado de pudor. Por eso en algunos lugares las diaconisas eran las encargadas de esta parte de la ceremonia.
Examinar lo que nos han legado la historia y el pasado aporta mucha luz. Así lo subrayaba con elocuencia el cardenal John Henry Newman: <La historia del pasado termina con el presente, y el presente es la tesitura desde la que emitimos nuestros juicios y para adoptar una actitud correcta hacia los diversos fenómenos de ese presente debemos entenderlos; y para entenderlos, debemos recurrir a aquellos acontecimientos del pasado que condujeron a este presente. Así, el presente es un texto y el pasado, su interpretación>. Por tanto, queda claramente confirmado que a las diaconisas no se las ordenaba ni se las consagraba: simplemente, se las bendecía, como así lo recoge expresamente el pontifical caldeo. No hay nada en la Tradición que justifique la propuesta actual de ordenar <diaconisas>. Ese deseo es fruto de una mentalidad nacida de un falso feminismo que niega la identidad profunda de las mujeres. La tentación de clericalizar a las mujeres es la encarnación más reciente de un clericalismo cuyo surgimiento ha denunciado el propio papa Francisco. ¿Las mujeres solo serían respetables fueran clérigos? ¿Sería la clericatura el único medio para existir si
y ocupar un lugar? iA las mujeres hay que asignarles todo su lugar de mujeres y no concederles un poquito del lugar de los hombres! Sería un error trágico, que equivaldría a olvidar el necesario equilibrio eclesial entre el carisma y la institución.
El cuestionamiento del celibato sacerdotal es decididamente una fuente de confusión respecto al papel de cada uno en la Iglesia: hombres, mujeres, esposos, sacerdote
SANTA CATALINA De SIENA, Epistolario, carta 252 al papa Gregorio XI
Congregación para la doctrina de la fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, 31 de julio de 2004
JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, ne 29
BENEDICTO XVI, Al clero de Roma, 2 de marzo de 2006
A. G. MARTMORT, Les Diaconesses. Essai historique, CLV, 1982, pp. 247-254. La mención más antigua de sus funciones se encuentra en la Didascalia de los Apóstoles, que data del siglo III y probablemente refleja las costumbres de Siria y Transjordania. En dicho texto se aconseja al obispo nombrar a una mujer para el servicio a las catecúmenas: <Cuando las mujeres descienden al agua, se requiere que las que descienden al agua sean ungidas con el óleo de la unción por la diaconisa […]. Donde hay una mujer y sobre todo una diaconisa no es conveniente que las mujeres sean vistas por los hombres; en el momento de la imposición de manos, unge la cabeza solamente […]. Pero que sea un hombre el que pronuncie sobre ellas los nombres de la invocación de la divinidad en el aguas> ( Didascalia Apostolorum, 16; Éd. A. Voöbus, CSCO 408, p. 156)
J. M. VOSTÉ, Pontificale Syrorum orientalium, id est Chaldeorum, Versio latina, Typis polyglottis Vaticanis, 1937-1938, pp. 82-83. Encontramos detalles muy claros en las Resoluciones canónicas de Jacobo de Edesa del siglo VI: <[La diaconisa] no tiene poder en el altar, porque cuando fue instituida, no era en nombre del altar, sino solo para cumplir ciertas funciones en la Iglesia. Estas son sus únicas facultades: barrer el santuario y encender las lámparas, y solo les está permitido desempeñar estas funciones si no hay un sacerdote o diácono a mano [..]. De ninguna manera debe tocar el altar. Ella unge a las mujeres cuando son bautizadas; ella visita otras mujeres cuando están enfermas y cuida de ellas. Esas son las únicas facultades tenidas por las diaconisas en relación al trabajo de los sacerdotes> (Synodicon syrien, Éd. A. Voöbus, CSCO 368, p. 242)
JOHN HENRY NEWMAN, <La reforma del siglo II>, en Ensayos críticos e históricos, vol. 2, Madrid, Encuentro, 2009
