Hay algo en el corazón humano que se rebela contra la idea de desaparecer. Algo que no acepta que todo termine con la muerte. Aunque nuestra carne se desgaste y nuestra mente olvide, hay una intuición profunda -un susurro en el alma- que grita que no fuimos hechos para morir. Somos finitos en cuerpo, pero infinitos en deseo.
Ya lo decía Blaise Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre.» Hay en nosotros una dimensión que va más allá de la mera biología, de lo fisico y medible. Anhelamos lo eterno no por casualidad, sino porque hemos sido hechos para ello. Como si dentro de nosotros quedara un eco de un paraiso perdido o una semilla de una eternidad prometida.
San Agustín, con su profundidad habitual, lo expresó de forma magistral: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.»
Esa inquietud es universal. Incluso quienes no creen en Dios la sienten. De hecho, los mayores temores del ser humano -el olvido, la muerte, la soledad absoluta – surgen precisamente del choque entre ese deseo de permanencia y nuestra experiencia diaria de finitud. Nos enamoramos y queremos que el amor dure para siempre. Tenemos hijos y deseamos que vivan eternamente. Creamos obras de arte, escribimos libros, buscamos dejar huella… todo como un grito contra el paso del tiempo.
Desde el punto de vista cristiano, este anhelo no es una ilusión ni una trampa evolutiva, sino una prueba de que fuimos hechos para algo más. Como dio C. S. Lewis: «Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo.» Este deseo de eternidad, lejos de ser una debilidad, es una brújula. Nos señala el norte verdadero, aquello para lo que fuimos creados. Y nos pone frente a una elección radical: o ignoramos ese anhelo y nos resignamos a una vida sin trascendencia, o lo abrazamos y dejamos que nos conduzca hacia Dios.
Los escépticos podrían argumentar que este deseo es solo un mecanismo psicológico, una forma de consolar el miedo a la muerte. Pero incluso si lo fuera, ino revelaría eso algo esencial sobre nuestra naturaleza? ¿Por qué tendríamos un anhelo tan profundo si no existe su objeto? Sería como tener hambre en un universo sin comida. Algunos filósofos han comparado esta sed de eternidad con el impulso del ave que migra: no sabe exactamente cómo ni por qué, pero vuela hacia un destino que no ve, porque algo en su interior le dice que debe hacerlo. Así somos nosotros. Volamos hacia la eternidad. Por eso, el anhelo de lo eterno es mucho más que una emoción o una aspiración: es una evidencia interior de que fuimos pensados desde la eternidad y para la eternidad. Y si bien la muerte parece contradecir este destino, es precisamente allí donde entra en escena una promesa que lo cambia todo: la resurrección
Blaise Pascal, Pensamientos, fragmento 434 (según la numeración de Brunschvicg).
San Agustín, Confesiones, Libro 1, capítulo 1
C. S. Lewis, Mero Cristianismo, HarperOne, 2001
