Muerte y resurrección: el paso entre dimensiones



La muerte es, para la mayoría, la interrupción abrupta de todo lo que conocemos. En ella se desmoronan los planes, cesa el tiempo biológico, y se abre paso un abismo sobre el que la razón por sí sola poco puede decir. Por eso tantas culturas han rodeado la muerte de ritos, símbolos
y preguntas. ¿Qué hay más allá? ¿Somos solo cuerpo? ¿Termina todo o comenzamos algo nuevo?

Desde la fe cristiana, la muerte no es un punto final, sino un umbral, un paso de una dimensión a otra: del tiempo hacia la eternidad, de la historia hacia la plenitud para la que fuimos creados. Pero esta convicción no se sostiene solo por deseo o esperanza, sino por un hecho radical que divide la historia en dos: la Resurrección de Cristo.

Cristo no fue un simple maestro moral que murió injustamente. Lo que proclamamos es mucho más audaz: que su tumba está vacía. No simbólicamente, sino físicamente. Y ese hecho, si es verdadero, lo cambia todo. La Resurrección no es una metáfora del amor que vence o de la esperanza que persiste; es la afirmación concreta de que la muerte no tiene la última palabra.

Esto no es solo una cuestión de fe ciega. Hay bases racionales sólidas para sostener que la Resurrección de Jesús fue un evento histórico. No se trató de una alucinación colectiva (algo psicológica y neurológicamente imposible en más de 500 personas a la vez), ni de un invento posterior (los textos que narran su Resurrección son muy tempranos), ni de una simple leyenda, pues los discípulos estaban dispuestos a morir por esa verdad que afirmaban haber presenciado
con sus propios ojos.

Además, resulta desconcertante que el cristianismo naciera precisamente en Jerusalén, la misma ciudad donde Jesús fue crucificado y sepultado. Si su cuerpo hubiera estado en la tumba, el anuncio de su Resurrección habría sido aplastado con un simple argumento: «Aquí está su cadáver.» Pero eso nunca ocurrió. Y los enemigos del cristianismo temprano no negaron la tumba vacía, sino que buscaron explicaciones alternativas para ella], Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con nosotros? Todo.

Porque Si Cristo ha resucitado, entonces nuestra vida no se agota en esta dimensión. Como enseña San Pablo: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que han muerto» (1 Cor 15,20). La Resurrección de Jesús no es solo un evento aislado, sino la promesa de nuestra propia resurrección. En Él, la humanidad ya ha entrado en la eternidad. Este no es un consuelo piadoso, sino una revolución antropológica. Si la muerte ya no es un muro, sino una puerta, entonces el tiempo no es
una prisión, sino un camino con destino. La fe en la resurrección redime el presente, le da sentido al sufrimiento, y nos invita a vivir con la mirada puesta en lo eterno.

En mi caso -y sé que no soy el único – la idea de la muerte me fue angustiante en cada etapa de mi vida sin Dios. Como ateo, la veía como el fin inevitable de todo; como agnóstico, la deseaba evitar, pero sin
esperanza; como ocultista, me obsesioné con el poder de prolongar la existencia, sin entender que la verdadera inmortalidad no es un escape de la muerte, sino un paso hacia la plenitud.

Solo cuando descubrí al Resucitado, entendí que el tiempo no era mi enemigo, sino el escenario de una promesa: la de una vida que no se mide por relojes, sino por amor eterno. Si Cristo ha vencido la muerte, entonces la eternidad no es un mito, sino una realidad que nos interpela.

Gary R. Habermas Michael Licona, The Case for the Resurrection of Jesus, Kregel. Publications, 2004
1 Cor 15,3-7 contiene un credo cristiano sobre la Resurrección que data de pocos años después del evento mismo
Mateo 28,13-15, donde se dice que los soldados fueron sobornados para afirmar que los discípulos robaron el cuerpo

Publicado por paquetecuete

Cristiano Católico Apostólico y Romano

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