La muerte no es el final, sino el umbral de una revelación. En el instante en que el alma se separa del cuerpo, comparece ante Dios en lo que la teología llama el juicio particular. No se trata aún del juicio
final que ocurrirá al término de los tiempos, sino de un encuentro inmediato, personal e intransferible entre el alma y su Creador.
En ese instante se revela no solo lo que hicimos, sino lo que fuimos. Como dice la Escritura: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después de esto, el juicio» (Hebreos 9,2 7). Este pasaje es clave desde el punto de vista apologético, ya que refuta con claridad la idea de la reencarnación, presente en corrientes como el hinduismo, el budismo, la Nueva Era y los movimientos gnósticos modernos. La fe cristiana no concibe una sucesión indefinida de vidas con el fin de aprender o purificarse. La vida es única, el alma es inmortal, y su destino se decide tras la muerte. Santo Tomás lo explica de forma contundente: «Después de esta vida, el alma entra en su estado definitivo sin posibilidad de cambiar mediante una segunda vida»
La creencia en la reencarnación diluye la urgencia del amor, la gravedad del pecado y el sentido del sacrificio. Si siempre hay una segunda oportunidad, entonces el presente pierde su peso eterno. En cambio, el cristianismo eleva cada instante al nivel de lo definitivo, porque cada decisión que tomamos deja una huella en lo que somos eternamente. Por eso el juicio no es solo una evaluación externa, sino una revelación interna. La teología enseña que el alma, al quedar frente a Dios, es iluminada con la verdad plena de su existencia. Santo Tomás afirmaba que, en ese momento, el alma ve en Dios todo lo que ha hecho y en qué estado se encuentra
Y aquí viene algo bellísimoy profundo: ese juicio es la confrontación con el «Yo Soy», Cuando Moisés le preguntó a Dios su nombre, El respondió: «Yo Soy el que Soy» (Exodo 3,14). Dios no dice «fui» o «seré», sino Yo Soy, porque El es eternamente presente, pleno, inmutable. En el juicio particular, nuestra alma también es confrontada con su propio «yo soy». No podrá decir «yo fui bueno» o «yo quise cambiar mañana». Lo que somos en el instante de la muerte es lo que comparece ante el Eterno. Por eso, ese «yo soy'» no es una frase cualquiera: es una verdad existencial, que define nuestro ser eterno.
Ese es el misterio del juicio: no es un tribunal externo con papeles acumulados, sino un rostro de amor que nos muestra quienes somos realmernte. San Juan de la Cruz lo resumió así: «Al atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor», Porque el juicio no trata solo de qué hicimos, sino de cuánto y cómo amamos.
Por eso no es un momento de teatro, sino de verdad radical. Veremos no solo nuestras acciones, sino nuestras omisiones, intenciones, imnotivaciones y resistencias a la gracia. Cada instante vivido en libertad será revelado con una claridad absoluta. Y nuestra eternidad no será «decidida» arbitrariamente, sino desnuda y confirmada por lo que somos ante el Dios que ve el corazón.
Suma Teológica, Supl., q. 69, a. 2.
San Juan de la Cruz, Dichos de luzy amor, n. 64
