Cuando hablamos del juicio particular, solemos imaginar un tribunal externo en el que Dios, como juez supremo, examina nuestra vida. Y, en efecto, es así. Pero hay algo aún más profundo que se revela en ese instante: la memoria iluminada por la Verdad. Ya no veremos nuestra historia solo con nuestra limitada percepción, sino con los ojos de Dios, que penetran hasta lo más íntimo del corazón (cf. Heb 4,12)
En ese momento definitivo, no solo se nos mostrarán nuestras acciones, sino también nuestras omisiones, aquello que pudimos hacer y no hicimos. San Juan de la Cruz decia que «al atardecer de la vida, sere mos juzgados en el amor», Y el amor no se mide solo por lo que hicimos, sino también por las veces que nos cruzamnos de brazos cuando deberíarmos haber actuado. Este es un aspecto clave: la omisión puede ser tan grave como la acción injusta.
La memoria, entonces, no será solo un repaso emocional, sino una memoria transfigurada, donde la verdad sobre uno mismo se presenta con absoluta claridad, sin máscaras, sin autoengaños. Aquello que antes justificábamos o excusábamnos, lo veremos tal cual fue, con sus consecuencias y con el verdadero peso de nuestras decisiones. La luz de Cristo no acusará de manera fría, sino que revelará con amor lo que en el fondo somos, lo que libremente hemos construido con el tiempo que se nos concedió.
Muchos santos y místicos han hablado de esta memoria iluminada como una especie de espejo. Santa Faustina Kowalska, por ejemplo, tuvo visiones del juicio en las que el alma se veía a sí misma como realmente es, No hay lugar para mentiras: la conciencia, frente a Dios, se convierte en testigo, fiscal y juez (cf. Rm 2,15-16). No porque Dios se aparte, sino porque la verdad misma nos interpela desde dentro. Este es el sentido profundo de la confesión sacramental en la vida cristiana. Cada confesión bien hecha es una anticipación del juicio particular, una oportunidad de mirar nuestros pecados a la luz del amor de Dios y permitir que su misericordia los borre antes de que llegue la
hora definitiva. Por eso, el arrepentimiento sincero y la gracia no solo restauran, sino que preparan el alma para la eternidad. La memoria, al final, será la que declare con claridad si en nuestra vida
hubo amor verdadero, si aprovechamos el tiempo como don y si permitimos que la gracia de Dios nos transforme.
San Juan de la Cruz, Dichos de luzy amor, n. 64.
Santa Faustina Kowalska, Diario: La Divina Misericordia en mi alma, n. 36.
