El mundo indígena americano, al encontrarse con el mundo cristiano que le viene del otro lado del mar, es, en un cierto sentido, un mundo indeciblemente arcaico, cincomil años más viejo que el europeo. Sus cientos de variedades culturales, todas sumamente primitivas, sólo hubieran podido subsistir precariamente en el absoluto aislamiento de unas reservas. Pero en un encuentro intercultural profundo y estable, como fue el caso de la América hispana, el proceso era necesario: lo nuevo prevalece.
Una cultura está formada por un conjunto muy complejo de ideas y prácticas, sentimientos e instituciones, vigente en un pueblo determinado. Pues bien, muchas de las modalidades culturales de las Indias, puestas en contacto con el nuevo mundo europeo y cristiano, van desfalleciendo hasta desaparecer. Cerbatanas y hondas, arcos y macanas, poco a poco, dejan ya de fabricarse, ante el poder increíble de las armas de fuego, que permiten a los hombres lanzar rayos. Las flautas, hechas quizá con huesos de enemigos difuntos, y los demás instrumentos musicales, quedan olvidados en un rincón ante la selva sonora de un órgano o ante el clamor restallante de la trompeta.
Ya los indios abandonan su incipiente arte pictográfico, cuando conocen el milagro de la escritura, de la imprenta, de los libros. Ya no fabrican pirámides pesadísimas, sino que, una vez conocida la construcción del arco y de otras técnicas para los edificios, ellos mismos, superado el asombro inicial, elevan bóvedas formidables, sostenidas por misteriosas leyes físicas sobre sus cabezas.
La desnudez huye avergonzada ante la elocuencia no verbal de los vestidos. Ya no se cultivan pequeños campos, arando la tierra con un bastón punzante endurecido al fuego, sino que, Con menos esfuerzo, se labran inmensas extensiones gracias a los arados y a los animales de tracción, antes desconocidos.
Ante el espectáculo pavoroso que ofrecen los hombres vestidos de hierro, que parecen bilocarse en el campo de batalla sobre animales velocísimos, nunca conocidos, caen desanimados los brazos de los guerreros más valientes. Y luego están las puertas y ventanas, que giran suavemente sobre sí mismas, abriendo y cerrando los huecos antes tapados con una tela; y las cerraduras, que ni el hombre más fuerte puede vencer, mientras que una niña, con la varita mágica de una Ilave, puede abrir sin el menor esfuerzo. Y está la eficacia rechinante de los carros, tiradospor animales, que avanzan sobre el prodigio de unas ruedas, de suave movimiento sin fin.
Pero si esto sucede en las cosas materiales, aún mayor es el desmayo de las realidades espirituales viejas ante el resplandor de lo nuevo y mejor. La perversión de la poligamia -con la profunda desigualdad que implica entre el hombre y la mujer, y entre los ricos, que tienen decenas de mujeres, y los pobres, que no tienen ninguna-, no puede menos de desaparecer ante la verdad del matrimonio monogámico, o sólo podrá ya practicarse en formas clandestinas y vergonzantes. El politeísmo, los torpes idolos de piedra o de madera, la adoración ignominiosa de huesos, piedras o animales, ante la majestuosa veracidad del Dios único, creador del cielo y de la tierra, no pueden menos de difuminarse hasta una desaparición total. Y con ello toda la vida social, centrada en el poder de los sacerdotes y en el ritmo anual del calendario religioso, se ve despojada de sus seculares coordenadas comunitarias…
¿Qué queda entonces de las antiguas culturas indígenas?… Permanece lo más importante: sobreviven los valores espirituales indios más genuinos, el trabajo y la paciencia, la abnegación familiar y el amor a los mayores y a los hijos, la capacidad de silencio contemplativo, el sentido de la gratuidad y de la fiesta, y tantos otros valores, todos purificados y elevados por el cristianismo. Sobrevive todo aquello que, como la artesanía, el folklore y el arte, da un color, un sentimiento, un perfume peculiar, al Mundo Nuevo que se impone y nace.
Hechos de los Apóstoles en América, José María Iraburu
