Pena de daño: la pérdida de Dios
La más terrible de las penas del infierno no es el fuego, ni los demonios, ni el tormento de los
sentidos. La verdadera condenación consiste en la pérdida definitiva de Dios. Esta es la llamada
pena de daño: la privación eterna de la visión de Dios, del amor que todo lo lena y da sentido.
San Juan Pablo II lo expresó con claridad: «La condenación consiste en la separación definitiva de
Dios, libremente elegida por el hombre y confirmada con la muerte». Esta doctrina tiene una
fuerza desgarradora si la entendemos desde nuestra sed natural de plenitud. Todo ser humano,
incluso sin saberlo, busca a Dios en lo profundo de sus anhelos: en el amor, en la belleza, en la
verdad, en el deseo de eternidad. Lo que llamamos felicidad no es otra cosa que una participación
anticipada en la plenitud de Dios. Perderlo, entonces, es perderlo todo. Por eso, la pena de daño no es solo ausencia, sino dolor. No un dolor fisico, sino existencial, espiritual, ontológico. Una herida
incurable en el alma que sabe -con certeza absoluta- que ha perdido su bien supremo para siempre.
Santo Tomás de Aquino enseña que: «La pena principal del infierrno consiste en la separación del alma de Dios, a quien está naturalmente unida como a su fin útimo». Esto convierte al infierno en un estado de autoexclusión consciente, pero también en un lamento eterno por lo que se ha perdido. El alma en ese estado no puede amar ya a Dios, porque su voluntad ha quedado fija en el rechazo, pero sí puede- y lo hace- reconocer lo que ha perdido. Y esa es la fuente de su mayor tormento.
Algunos podrían objetar: ¿cómo puede alguien sufrir por haber perdido algo que nunca deseó? Pero la respuesta está en que el alma, al morir, ya no vive en la confusión de este mundo, sino en la plena claridad de la verdad. Ya no hay máscaras, excusas ni distracciones. El alma ve a Dios como es- aunque sea solo en el momento del juicio- y, si se condena, esa visión desaparece para siempre. Y ahí, incluso el más endurecido reconocerá, con horror, lo que ha perdido. C.S. Lewis captó esta paradoja con crudeza en El gran divorcio, al decir que: «Las puertas del infierno están cerradas… por derntro». El infierno, entonces, no es un lugar donde Dios ha abandonado al hombre. Es el lugar donde el hombre ha querido vivir sin Dios, y Dios, respetando su libertad hasta el extremo, le concede esa trágica decisión. Pero al hacerlo, el alma experimenta que estar sin Dios es estar sin todo lo que da sentido a la existencia. Y eso es lo que verdaderamente quema.
Pena de sentido: sufrimiento del alma y del cuerpo glorificado Además de la pena de daño la pérdida de Dios-, la doctrina católica enseña que en el infierno también se experimenta la pena de sentido: es decir, un sufrimiento que afecta a la criatura en su dimensión psíquica y física, cuando llegue la resurrección final de los cuerpos. Esta pena no es meramente simbólica, ni es un «castigo externo», sino una consecuencia profunda de haber negado al Amor que sostiene todas las cosas. Santo Tomás de Aquino explica: «La pena de sentido se refiere al castigo que sufre el alma (y, luego del juicio final, el cuerpo) a causa del desorden voluntario del pecado.» Esto no significa que Dios envíe sufrimientos
arbitrarios. La pena de sentido es consecuencia del pecado, de la elección libre del alma que ha preferido el mal y, al hacerlo, ha desordenado su ser. Es como un incendio espiritual que arde desde dentro, porque el alma ha sido creada para el amor, y ha terminado encerrada en sí misma, rechazando el Bien. Con la resurrección de los muertos tanto justos como condenados tambiérn los cuerpos se unirán a su destino eterno. Así lo dice Jesús: «No os asombréis de esto, porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz: los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,28- 29).
Los condenados, entonces, recibirán un cuerpo resucitado, pero no glorioso: será un cuerpo incorruptible, pero no para evitar el sufrimiento, sino para sostenerlo. No porque Dios quiera torturar, sino porque ese cuerpo estará unido a un alma que ha rechazado su principio de orden y de vida. Así como el cuerpo glorioso de los santos será instrumento de gozo eterno, el cuerpo de los condenados participará del dolor eterno que proviene de esa autoexcusión definitiva. San Juan Pablo II lo explicó así: «La condenación eterna no es una imposición externa de Dios, sino la consecuencia natural de una opción radical que se convierte en estado definitivo del ser:» Para quien aún se pregunte por qué debe haber sufrimiento, es importante recordar que no se trata de un capricho divino. Imaginemos una persona que ha tenido un accidente automovilístico por haber manejado bajo los efectos del alcohol. Como consecuencia, su pierna queda gravemente herida. Pero esta persona nunca ha querido ir al médico, y ni siquiera después del accidente acepta ayuda. Esa herida se convierte entonces en una fuente constante de dolor. No porque alguien quiera que sufra, sino porque ha rechazado libremente el camino de sanación. El infierno es como esa herida abierta: resultado de múltiples “accidentes» morales – pecados no curados, que arden sin cesar en el alma. En contraste, el purgatorio, sería como la persona que, tras el mismo accidente, acepta ir al hospital, someterse a una operación dolorosa
ya una recuperación larga.. pero con esperanza. El dolor allí tiene un sentido: conduce a la sanación.
Benedicto XVI lo expresó con gran claridad: «La eternidad no es un castigo que Dios impone, sino el resultado lógico de la vida vivida. El que ha rechazado la comunión con Dios no podrá entrar en ella por la fuerza.» La pena de sentido es, por tanto, un eco del alma que ha olvidado su verdadera vocación. El sufrimiento del alma, y más tarde también del cuerpo, no es sino la expresión última de esa disonancia entre el fin para el que fuimos creados- el amor eterno- y el rechazo de ese fin. Y no hay mayor dolor que vivir para siempre fuera del propósito para el que uno fue creado.
Juan Pablo I, Audiencia general, 28 de julio de 1999
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Suplemento, q. 97, a. 1.
C.S. Lewis, El gran divorcio, Editorial Rialp, cap. 9.
Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 45.
