El anacoreta que se revuelca sobre las piedras en su trance de sumisión es, fundamentalmente, una persona más sana que muchos de esos hombres sensatos que, tocados con sombrero de seda, caminan por Cheapside. Pues muchos de ellos son buenos sólo a través de un desvaído conocimiento del mal. No defiendo en este momento, para el devoto, nada más que esa ventaja primaria; que aunque personalmente se esté debilitando y convirtiéndose en alguien patético, sigue anclando sus pensamientos, en gran medida, en una fuerza y una felicidad gigantescas en una fuerza que carece de límites y en una felicidad sin fin. Sin duda, existen otras objeciones que pueden hacerse, no sin razón, contra la influencia de dioses y visiones en la moral, ya sea en las celdas o en las calles. Pero esa ventaja, la moral mística la tendrá siempre, siempre será más alegre.
Un joven puede mantenerse alejado del vicio pensando sin cesar en la enfermedad También puede mantenerse alejado de él pensando continuamente en la Virgen María. Puede cuestionarse cuál de los dos métodos resulta más razonable, e incluso cuál de los dos es más eficaz. Pero de lo que no puede dudarse es de cuál resulta más pleno.
Recuerdo un panfleto escrito por G.W. Foote, aquel seglar capa y sincero, que contenía una frase que simbolizaba y dividía esos dos métodos con gran agudeza. El panfleto en cuestión llevaba por título La cerveza y la Biblia, ambas cosas muy nobles, y más aún al relacionarlas de un modo que el señor Foote, a su manera seria, de viejo puritano, parecía considerar sardónica, pero que, lo confieso, a mí me resulta apropiado y encantador. No tengo a mano la obra, pero recuerdo que el señor Foote rechazaba con desprecio todo intento de tratar el problema de la bebida a través de oficios e intercesiones religiosas, y afirmaba que la imagen del hígado de un borracho resultaría más eficaz para lograr la moderación que cualquier oración o alabanza.
En esas afirmaciones pintorescas se halla encarnada, a mi parecer, la incurable enfermedad de la ética moderna. En ese templo las luces son tenues, la multitud se arrodilla, se elevan himnos solemnes. Pero lo que se halla sobre el altar, aquello ante lo que todos los hombres se arrodillan, ya no es la carne perfecta, el cuerpo y la sustancia del hombre perfecto; sigue siendo carne, sí, pero está enferma. Es el higado de borracho del Nuevo Testamento lo que se daña ante nosotros, lo que tomamos en recuerdo suyo
HEREJES. G.K. Chesterton
