Hablar de los templarios es hablar de aquél que, tomándose la vida religiosa como una milicia, no cejó en la defensa y expansión de la Cristiandad. San Bernardo era tan popular por su estilo de vida y sus sermones que por todos era buscado Para predicar, exhortar, amonestar y corregir las costumbres. Tanto predicaba contra los cátaros como entusiasmaba para las Cruzadas, atrayendo a multitudes a una vida de mayor intimidad con Cristo; de allí que las mujeres temerosas de que sus esposos o hijos se les fueran a Tierra Santa o al claustro, pedían a llantos que no fuesen a escuchar sus sermones
Fue a pedido de su tío y del maestre Hugo de Payns, que compondría esta pieza de homilética para los del Temple. En ella si se la lee a la luz de la historia se encuentra la postura de la Iglesia en una época floreciente para: <una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio. Como no puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos haga blandir mi pluma>,
No podía tomar la lanza, en efecto, porque su Orden la benedictina se lo impedía (aunque lo había hecho en otra época, viniendo de familia noble); pero veamos con sus palabras el elogio que hace del nuevo género de vida:
Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los caballeros de Cristo, para que los imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no luchan exclusivamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo. Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá. Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatria es la obstinación, van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosamente Cuando no van en marchas – lo cual es raro-, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto
Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza y tampoco se entretienen como en otras partes con la captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege.
Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres. Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¡No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan!. Y asi se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por su bárbara crueldad ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.
Saben que a Él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces pudieron contemplar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a diez mil. Por esto, como milagrosamente son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, seria mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que, fieles y vigilantes hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salomón. Llevan al flanco la espada, veteranos de muchos combates
San Bernardo de CLARAVAL, De laude novae militiae ad Milites Templi, en RÉGINE PERNOUD, op. cit., 179-182.
