La actividad política del religioso



La segunda patologia política que a veces afecta a las derechas es lo que podríamos denominar «religiosismo». Esta es más frecuente en conservadores y en tradicionalistas, aunque a
veces toca también a patriotas, y consiste en transitar el espinoso campo de la cultura y la sociedad con la única mirada religiosa, despojado de una aprehensión política abierta a prácticas hegemónicas. En concreto, la religión es capaz de
proveer enormes cantidades no solo de energías positivas, sino también de energías negativas, esto es, de energias reactivas frente a los horrores de la cultura contemporánea, y en esta medida la religión es ciertamente una fuerza política privilegiada. Pero el religiosismo pone un freno a esa fuerza política, conteniendo esas energías negativas dentro del mismo campo religioso en el que ellas surgen. Así, se reconoce el desastre, pero no se concibe la políitica como un campo de acción en el que el desastre puede revertirse. O bien no hay reversión posible, lo que lleva a un pesimismo apocalíptico, o bien la única reversión posible se da en la oración y en el templo, lo que lleva a una pasividad inmovilizante.

Tanto una como otra son actitudes esencialmente antipolíticas, que solo tendrían sentido en sociedades organizadas por la propia religión. En algún punto es como si los propios religiosos y los hombres de fe hubieran bebido del laicismo que promete reducirlos a la nada misma. Porque una cosa es el Estado laico, que reconoce la Iibertad de culto y que trata con igualdad a los distintos credos, y otra cosa es el laicismo, que es la ideología que demanda la extirpación de cualquier rastro de religión del ámbito público. Pero el Estado laico no puede demandar que la religión guarde silencio ante la política, porque en tal caso se contradeciría a sí mismo, y lo suyo pasaría a ser, en efecto, el ateismo como dogma oficial. Ya no sería un Estado laico, sino uno ateo, y estaría por lo tanto tomando partido religioso. Y mucho menos el Estado laico puede implicar la retracción de la religión del espacio público y de la sociedad civil, reduciendo las expresiones religiosas a la intimidad y a lo privado, porque entonces tiraría por la borda los principios de tolerancia en los que se supone que se asienta. No obstante, esta confusión entre el Estado laico y la ideología laicista no solo se evidencia en los enemigos de las religiones, sino muchas veces también en los propios hombres de fe, que aceptan acríticamente el nuevo dogma que les dice que la religión no tiene conexión alguna con la política, y que tampoco debería tenerla; que un hombre de fe no tiene derecho político a elaborar sus opiniones políticas respetando su fe; que un hombre de fe no puede representar en política a otros hombres de fe, porque el discurso religioso no debe representar políticamente a nadie; que si en la democracia todos valen uno, el hombre de fe, cuando se revela como tal, vale menos que uno, vale cero, es un ciudadano de segunda; que ese mismo hombre no es en verdad el mismo cuando entra al templo, por un lado, y cuando vota, por el otro: está fragmentado en identidades incompatibles, que deben rechazarse recíprocamente dependiendo del contexto en el que ese hombre partido en dos se encuentre; y que, mientras la política presta denodados esfuerzos para atacar a la religión, la religión no tiene derecho alguno a defenderse, y menos políticamente. La solución será, pues, la oración, pero nunca la política. Muchos hombres de fe han aceptado inconscientemente semejante cosa, y así han contribuido sin quererlo a cavar sus propias tumbas

AGUSTÍN LAJE. LA BATALLA CULTURAL REFLEXIONES CRÍTICAS PARA UNA NUEVA DERECHA

Publicado por paquetecuete

Cristiano Católico Apostólico y Romano

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