La libertad de las hijas de Dios



El papel de la mujer en tiempos de las catedrales estaba completamente ligado a la función y dignidad que Dios le habia dado en el principio de los tiempos: <carne de su carne y hueso de sus huesos> (Gén 2,23), igualmente hija y, por tanto, igualmente digna y, por más que sus fuerzas fiísicas no fuesen las del hombre, no por ello su vigor moral era acallado.

Para mostrar el valor de la palabra femenina, vale la pena recordar aquí a la que se conoció con el nombre de <la sibila del Rhin>, Santa Hildegarda de Bingen, quien estuvo de paso por este mundo entre 1098 y 1179: profetisa, artista, música, médica, nutricionista, exorcista, escritora, reformadora, predicadora, criticadora… Poco tiempo atrás, el entonces papa Benedicto XVI la nombró <doctora de la Iglesia>, destacando en ella SU actitud en <el diálogo de la Iglesia y de la teologia con la cultura, la ciencia y el arte contemporáneo (…); la valorización de la liturgia, como celebración de la vida; la idea de reforma de la Iglesia, no como estéril modificación de las estructuras>, mientras agregaba que <la atribución del título de Doctor de la Iglesia universal a Hildegarda de Bingen tiene un gran significado para el mundo de hoy>.

¿Qué fue lo que planteó la santa benedictina? Principalmente se ocupó Hildegarda del saneamiento de una Iglesia que se hallaba en problemas respecto de sus integrantes, de una barca que, al decir de la Virgen de Fátima, se hallaba <en medio de ruinas> y que hacía <agua por todos lados>, al decir de Ratzinger. Como vemos, la Iglesia siempre tuvo sus problemas. Pero ¿qué sucedía? El siglo de Santa Hildegarda (siglo XII) era una época en la que aún se vivían los coletazos de las invasiones de los bárbaros en Europa,; la simonía y el amancebamiento de sacerdotes era moneda común. Pero en aquellos tiempos la cosa era distinta, pues al pecado se le llamaba pecado y a la virtud virtud. Todos conocían que hasta los más grandes, como el rey David, podían pecar; y pecar fuertemente; pero esa caída era reconocida y su confesión era clara el <sí, sí, no, no> evangélico. Errar era humano. Como decíamos, muchos sacerdotes no vivían bien sus obligaciones respecto de la castidad, pero esto no los hacia criticar a la mujer ni mucho menos, pedir la abolición del celibato; ¡al contrario! Sabedores de sus culpas, hasta pedían la absolución y la pena por sus caidas. No viene al caso aquí narrar la vida de la gran Santa; sólo diremos que a la santa alemana, no sólo se le permitía hasta predicar en las catedrales, sino que hasta los mismos sacerdotes y obispos, conocedores de la vida de santidad y de la profundidad de su pensamiento, le pedían ellos mismos que les predicase sobre la hermosa virtud de la pureza, como se lee:

Vosotros – les enrostraba en un sermón Hildegarda «-ya os habéis fatigado buscando cualquier transitoria reputación en el mundo, de manera que a veces sois caballeros, a veces siervos, otras sois ridículos trovadores (…). Deberíais ser los ángulos de la fortaleza de la Iglesia, sustentándola como los ángulos que sostienen los confines de la tierra. Pero vosotros habéis caído bajo y no defendéis a la Iglesia, sino que huis hacia la cueva de vuestro propio deseo.

En el año 1122, por ejemplo, luego de varias idas y vueltas, se logró llegar al Concordato de Worms, con el que se dio fin a la famosa <querella de las investiduras> (disputa de poderes entre la Iglesia y el Imperio en sus respectivos gobiernos). La Iglesia, por este tratado, se independizaba del imperio para poder ser libre del poder mundano. Pero no todos estaban de acuerdo; había obispos y papas que preferían el aplauso del mundo a la persecución. La reformadora Hildegarda, movida por la <voz viviente> (como le llamaba a la voz que la acompañaba desde niña) sin transar con poder alguno, se animaba a corregir tanto a emperadores como papas. No tenía empacho ni siquiera para decirle al mismo Federico Barbarroja, asolador de conventos y villas, y – a la vez – benefactor de su propio monasterio, las siguientes palabras:

Oh Rey, es muy necesario que en tus asuntos seas cuidadoso (…) yo te veo como un niño, y como quien vive de manera insensata y violenta ante los Ojos Vivientes, en medio de muchísimos trastornos y contrariedades (…). Ten cuidado entonces que el Soberano Rey no te derribe a tierra a causa de la ceguera de tus ojos, que no ven cómo usar rectamente el cetro del reino que tienes en tu mano»[ 1 16]-y hablando en nombre de Dios agregábale – oye esto, rey, si quieres vivir; de otra manera, Mi espada te golpeará>[

Al mismo Papa reinante, Anastasio IV, quien había permitido la ordenación episcopal de un obispo <oficialista, es decir, nombrado por el emperador, Santa Hildegarda le dijo públicamente:

<Por qué no rescatas a los náufragos que no pueden emerger de sus grandes dificultades a no ser que reciban ayuda? ¿Y por qué no cortas la raíz del mal que sofoca las hierbas buenas y útiles, las que tienen un gusto dulce y suavísimo aroma? (…) Por qué soportas las malvadas costumbres de esos hombres que viven en las tinieblas de la estupidez, reuniendo y atesorando para sí todo lo que es nocivo y perjudicial, como la gallina que grita de noche aterrorizándose a sí misma? No erradicas el mal que desea sofocar al bien sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes (…). Tú, oh hombre que te sientas en la cátedra suprema, desprecias a Dios cuando abrazas el mal; al que en verdad no rechazas sino que te besas con él cuando lo mantienes bajo silencio -_y lo soportas- en los hombres malvados.

La voz de Santa Hildegarda, como la de toda mujer se hacía oír y vaya si gritaba! Pero no ha sido la santa abadesa de Bingen la única de entre las mujeres que obró como el aguijón socrático para despertar al mundo cristiano; si la hemos elegido ha sido sólo para reivindicar su memoria. Hubo también casos paradigmáticos a su lado.

AZUCENA FRABOSCHI, Santa Hildegarda de Bingen doctora de la Iglesia, Mino y Dávila, Buenos Aires 2012, PP. 287
SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, Carta 15 al deán de Colonia Felipe de Heinsberg, año 1163.
SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, Carta 313. al rey Federico, años 1152-53.
SANTA HILDEGARDA DE BINGEN. Carta 315, al rey Federico, años 1164 (?), 1152-59 (?)
SANTA HILDEGARDA DE BINGEN, Carta 8, al Papa Anastasio, años 1153-54.
Que no te la cuenten II: La Falsificación de la historia

Publicado por paquetecuete

Cristiano Católico Apostólico y Romano

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