De lo contrario se lo ponía en la situación de «perjurar» o de «incriminarse»; lo mismo decía la Mishná: tenemos por fundamento que ninguno puede perjudicarse a sí mismo. Sin embargo, para regocijo de la iniquidad, todo ocurrió al revés: ningún juramento se pidió a los testigos, pero sí al acusado. Y así, vino el delito de lesa mesianidad; Cristo confiesa ser el Mesías y los testigos sobran ahora; «ha cometido el delito de blasfemia»[41], ofensa o injuria contra Dios que la ley judía castigaba con la pena de muerte por lapidación. Caifás rasgó sus vestiduras: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?»; y vinieron los maltratos, golpes y escupitajos (Mc 14, 65), y se decidió entregar a Jesús al procurador romano
¡Crucifícalo!: Análisis histórico-legal de un deidicio
Javier Olivera Ravasi
