Es importante hacer notar también el mito que se esconde detrás de estas ideas, que no es otro que el del “buen salvaje”, mito trillado que permitió a Tomás Moro componer su Utopía, a Montaigne idealizar al indio americano en Los ensayos, a Rousseau fantasear con su “hombre en estado de naturaleza” (por supuesto, cada uno con sus grandes diferencias), y a la izquierda de nuestros tiempos delirar con el culto al indigenismo. El mito funciona de manera más que sencilla: se construye una antropología de ficción donde las condiciones de existencia son un reflejo de nuestros deseos de un mundo perfecto, se busca a continuación un chivo expiatorio que provocó la “caída”, y se plantean los conductos a través de los cuales es factible volver hacia atrás pero yendo presuntamente para adelante (de ahí que, paradójicamente, se digan “progresistas”). Esos conductos no suelen ser otros que las revoluciones sangrientas —como se hace explícito en el planteo de Montainge, o del propio Engels — cuyo sufrimiento es subsanado por la construcción —o mejor dicho, la devolución — del paraíso a la Tierra. De manera que nos encontramos frente a un mito mesiánico, frente a una secularización del movimiento milenarista bajo el que se colocaron algunos cristianos de los primeros tiempos, cuya convicción indicaba que Cristo traería su reino a la Tierra durante mil años. Así, mediante una transformación repentina, la Tierra se hace paraíso; se regresa al estado previo a la caída, en el caso de los milenaristas, por obra y gracia de Dios; en el caso de los izquierdistas, por obra y gracia de la abolición de la propiedad privada. Es dable notar, pues, el carácter de religión política que entraña el marxismo
Nicolás Márquez y Agustín Laje. El Libro Negro de la Nūëva Izquīērda: Ideolœgįa de génęrº o subversión cultural
