En la era moderna de la familia nuclear, la retribución que los padres esperan de sus hijos es el afecto. Parsons confiaba seriamente en la función afectiva. La familia nuclear moderna no es una unidad de producción. El gasto, la abnegación y los sacrificios que implica la mantención y crianza de los hijos no se retribuye económicamente, sino afectivamente. El adulto es recompensado con el afecto de su hijo en el mismo ejercicio de la tutela que ejerce sobre él, en el lento proceso de adquisición de la autonomía y la responsabilidad que, en un escenario ideal, caracteriza a la mayoría de edad. Al mismo tiempo, el hijo descansa afectivamente en sus padres. Pero cuando el padre ya no es el que acompaña y forma al hijo en este proceso, cuando ya no interviene en él ni le interesa siquiera intervenir, cuando ya no tiene una visión del mundo que transmitir o un conjunto de valores que legar, el afecto propiamente filial se torna imposible porque no hay identificación posible. De aquí resulta que el sacrificio y la abnegación parentales queden sin la retribución que les es propia. Pierden, por lo tanto, su sentido. La relación padre-hijo queda totalmente absorbida por una racionalidad instrumental, en la que el afecto filial se vuelve cálculo. El afecto se compra y se vende. La negociación sucede a la lógica de la disciplina. El hijo no ve que tenga nada que aprender de su padre (pues este no ve que tenga nada que enseñarle), no lo necesita en su proceso de socialización, pero lo continúa necesitando para obtener recursos materiales y servicios (ganados en el mercado u obtenidos del Estado). Pero la instrumentalización de la relación padre- hijo tiene también un efecto nefasto en el padre. Al quedar sustraída la relación de cualquier función que no sea la de la mera provisión, el padre deja de encontrar en el afecto filial una buena razón para la abnegación y el sacrificio que su paternidad le impone. Esto es así porque el afecto filial ha devenido cálculo instrumental. El
padre- sacrificado, tan respetado y admirado en otros tiempos, se convierte hoy en una vergüenza pública. Nadie debería dejar de <ser feliz> por causa de un hijo. Y el hijo es precisamente una obstrucción para la felicidad del adulto. Quita tiempo, cuesta dinero, clausura proyectos y deseos personales. No tener hijos se convierte en una decisión óptima.
Ab0rtarlos, si vienen en camino, es la opción que debe estar abierta a todos; sobre todo, si uno es pobre. Si ya han nacido, abandonarlos o, al menos, apartarlos de la vista la mayor parte del día, entregándolos a agentes externos de socialización
y crianza, es todavía una salida al infierno de una paternidad cuyo sentido está a la deriva. La enorme caída de la natalidad que vive occidente tiene en cierta medida que ver con todo esto. Muchos pensadores progresistas se dedicaron a achacar a la familia – tanto extensa como nuclear- la raíz de todos los males. Hoy, cuando la familia es una entidad casi fantasmagórica, nuestros problemas, sin embargo, no han desaparecido. Al contrario, se nota una correlación posible entre la destrucción de la familia y el desvío social. Pongamos el ejemplo de Estados Unidos, donde uno de cada tres menores de 18 años crece en una familia mononarental (dos de cada tres, si se focaliza en las comunidades afroamericanas), y el 75,6 % de ellos, a su vez, vive con una madre soltera. El National Center for Health Statistic, a través de la Encuesta Nacional de Salud Infantil, mostró que la probabilidad de repetir grado en la escuela guarda relación con el tipo de familia: los niños que viven con ambos padres – biológicos o adoptivos- tienen un 6,5 % de probabilidades, mientras que los que viven con padrastros tienen un 21,8 %, y los que viven solo con su madre un 19,9 %. También existen trabajos que muestran que la deserción escolar es mucho menos probable en niños que crecen con ambos
padres que en aquellos que no: Dalton et al. encontraron una diferencia en la tasa de 4,3 contra 26,1, respectivamente. En temas de sexualidad, un estudio longitudinal que acompañó la vida de niñas desde los 5 a los 18 años encontró que la ausencia del padre estaba asociada significativamente con una iniciación sexual temprana y con el embarazo adolescente. En Inglaterra, un estudio cualitativo sobre jóvenes adictos y con problemas antisociales que estaban siendo asistidos por Addaction en Liverpool, Londres y Derby, provenientes de diversas clases sociales y origenes culturales, halló que <los jóvenes sometidos a un «déficit paterno» a menudo están aislados, sin apoyo y es probable que participen en comportamientos negativos, como la delincuencia o el uso indebido de sustancias>. De las respuestas que se obtuvo por parte de estos jóvenes, se advirtió que ellos mismos relacionan la ausencia paterna con las probabilidades de su comportamiento antisocial (80,3 %), con la comisión de delitos (76,4 %) y con el uso de drogas (69,1 %). Otro estudio impulsado
por una organización británica, realizado sobre una muestra de menores de 18 años considerados <vulnerables> (económica, psicológica y socialmente, con significativos problemas conductuales) encontró que el 72 % de ellos padecía ausencia paterna
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