Tears In Heaven

Una de las tesis del negacionismo (que es como yo llamo al ateísmo militante), consiste en la aparente paradoja de que Dios “permita” el mal. Es algo así como: “Llueve, soy calvo y no llevo paraguas. ¡Dios no existe!”. Es decir, dado que Dios es infinitamente bueno, ¿cómo “permite” que muera un niño inocente?
Eric Clapton no ha tenido una vida fácil, e ignoro si tiene o no fe. Era hijo de una adolescente británica y de un canadiense casado que había llegado a las islas como soldado durante la Segunda Guerra Mundial. El padre se desentendió de él de inmediato y, poco más tarde, también lo hizo la madre, dejándole al cuidado de sus abuelos. Su trayectoria nos deja un gusto agridulce. Es innegable su éxito profesional; pero sin embargo, tampoco podemos obviar ciertos momentos de fracaso personal, incluyendo desgraciados periodos recurrentes de adicción a las drogas y al alcohol.

Quizás, un hecho de su biografía resuma bien esa trayectoria contradictoria: la muerte de su hijo de cuatro años. En su libro Clapton: The Autobiography (2010), lo recuerda de este modo:

“Desde el principio, hubo algo de miedo en mi relación con Conor. Después de todo, era un padre part-time (…) a medida que conseguía mantenerme sobrio, me sentía más y más cómodo con la idea de verlo. Así estaba en marzo de 1991, cuando arreglé para verlo en Nueva York, donde Lori y su nuevo novio, Silvio, planeaban comprar un apartamento. En la noche del 19, pasé a buscarlo por el apartamento de la calle 57 Este para llevarlo al circo en Long Island. Era la primera vez que salíamos juntos los dos solos, sin un acompañante, y yo estaba nervioso y excitado. Fue una gran salida. El no paró de hablar en toda la noche y estaba feliz de ver a los elefantes. Me di cuenta por primera vez de lo que significaba tener un hijo y ser padre. Me acuerdo de estar diciéndole a Lori, cuando volvimos, que desde ese momento los días que me correspondiera tenerlo, quería cuidarlo sin ayuda de nadie.

A la mañana siguiente me levanté temprano para pasarlos a buscar, a Conor y a Lori, y llevarlos al zoológico y después a almorzar a Bice, mi restaurante italiano favorito. A eso de las 11 de la mañana sonó el teléfono. Era Lori. Estaba histérica, gritando que Conor estaba muerto. Pensé: esto es ridículo. ¿Cómo puede estar muerto? Le hice la más tonta de las preguntas: “¿Estás segura?”. Entonces me dijo que se había caído por la ventana. Estaba desencajada. Le dije: “Voy para allá”.

            Me acuerdo de ir caminando por Park Avenue, tratando de convencerme de que estaba todo bien… como si alguien pudiera cometer un error acerca de algo así. Cuando estaba cerca del edificio, vi a la policía y a las ambulancias en la calle y seguí de largo, sin el coraje para entrar. Finalmente me metí en el edificio, y la policía me hizo algunas preguntas. Tomé el ascensor hasta el apartamento, que estaba en el piso 53. Lori estaba fuera de sí y hablando como una loca. A esa altura yo estaba calmado y desapegado. Me había encerrado en mí mismo y me convertí en una de esas personas que se hacen cargo de los demás. Hablando con la policía, supe lo que había pasado sin necesidad de entrar en el cuarto. El living tenía ventanales que iban del suelo al techo y podrían haber estado abiertas durante la limpieza. No había rejas porque el edificio era un condominio y escapaba a las regulaciones normales. Esa mañana, el portero había estado limpiando las ventanas y las había dejado abiertas. (…) Cayó cuarenta y nueve pisos antes de aterrizar sobre el techo del edificio vecino de cuatro pisos. Lori no estaba en condiciones, así que lo tuve que identificar solo. (…) recuerdo haber mirado su hermoso rostro en reposo y pensar: éste no es mi hijo. Se parece un poco, pero él se fue. Lo fui a ver de nuevo a la funeraria para despedirme y pedirle perdón por no haber sido un mejor padre. Días después, acompañados por amigos y parientes, Lori y yo viajamos a Inglaterra con el ataúd.

El funeral de Conor tuvo lugar en la iglesia de Santa María Magdalena, en Ripley, donde yo crecí, en un frío y desolado día de marzo (…)

(…) Después del funeral, cuando la familia de Lori ya se había ido y me quedé solo con mis pensamientos, encontré una carta que Conor me había escrito desde Milán diciéndome lo mucho que me extrañaba y que quería verme pronto en Nueva York. Había escrito: “Te amo”. Desgarrador como era, lo vi como algo positivo.

No voy a negar que a veces perdí la fe, y lo que me salvó la vida fue el amor incondicional y la comprensión de mis amigos y compañeros en Alcohólicos Anónimos. Iba a las reuniones y la gente me rodeaba, me daba compañía, me compraba café y me dejaba hablar de lo que había pasado. Incluso más de una vez me pidieron que fuera el coordinador.

Después de una de esas reuniones, se me acercó una mujer y me dijo: “Usted acaba de quitarme la última excusa que tenía para beber. Siempre me dije que si algo llegara a pasarle a alguno de mis hijos, entonces tendría la justificación para emborracharme. Usted me demostró que eso no es verdad”. De repente, me di cuenta de que quizá había encontrado la forma de convertir esta tragedia en algo positivo. Estaba en la posición de decir: “Si pude atravesar esto y mantenerme sobrio, cualquiera puede”. No había una mejor manera de honrar la memoria de mi hijo.”

Sin embargo, no fue esto lo único positivo que extrajo de la tragedia. Nueve meses después, en diciembre de ese mismo año, Clapton compuso junto a Will Jennis una de las más hermosas canciones del siglo XX, Tears in Heaven. Encuentro especialmente humana, pero también intensamente religiosa, en particular, una de sus estrofas. Ahí Clapton se reconoce, como hombre, hundido, noqueado por la irreversible ausencia física de su hijo; es como una gran confesión:

            “Time can bring you down, time can bend your knees

            Time can break your heart, have you begging please, begging please”

Pero a continuación, de inmediato, una brizna de esperanza (una brizna que no obstante es mucho más que suficiente), parece dignificar su sufrimiento:

            “Beyond the door there’s peace, I’m sure

            And I know there’ll be no more tears, in heaven.”

Durante lustros, Eric Clapton interpretó invariablemente Tears in Heaven en todas sus giras. Pero un día de 2004, en Japón, emitió un asombroso comunicado: nunca más volvería a cantar esa canción. La agencia Reuters recogía unas declaraciones suyas en las que aclaraba que había superado el dolor por la pérdida de Conor. Sencillamente, era feliz.

Tears in Heaven sigue escuchándose a diario en todo el mundo. No hace falta, desde luego, que Clapton siga cantándola en sus conciertos. Lo realmente necesario fue que la escribiera. Cualquiera que tenga curiosidad, podrá comprobar en internet la cantidad de blogs de padres que han sufrido la pérdida de sus hijos, que testimonian la importancia que esta canción ha supuesto en la reconciliación de sus vidas. Su voz les ha acariciado el alma, les ha acercado a una realidad que va mucho más lejos que los obstáculos físicos de nuestra vida terrenal. Les ha ayudado –también a ellos- a hallar un motivo de esperanza (“…I’m sure /And I know…”).

Así que, ¿por qué llueve cuando no llevo paraguas y soy calvo?

Publicado por paquetecuete

Cristiano Católico Apostólico y Romano

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