Jamás se ha visto, en toda la Historia de la iglesia, una actividad misionera comparable con la que desplegó España en el Nuevo Mundo. La unidad de miras y la comunidad de acción evangélica entre la Iglesia y el Estado Católico, hizo posible aquel maravilloso esfuerzo. Sí, uno queda estupefacto, al saber, por ejemplo, que en México, bajo el arrollador impulso dado a las misiones por su primer Obispo Fray Juan de Zumárraga, se habían instruido en la fe y recibido el bautismo, a los 15 años de la conquista de Hernán Cortés, más de 6.000.000 de indígenas. Más cerca de nosotros, en Brasil, los biógrafos del P. José de Anchieta, pariente de San Ignacio de Loyola y uno de los misioneros más extraordinarios que ha visto América y el mundo, refieren que él solo bautizó, durante su vida, más de 2.000.000, y que una vez estuvo bautizando durante 24 horas, sin interrupción, teniendo que ser sostenido por dos hombres que levantaban sus brazos, mientras él derramaba el agua y pronunciaba la fórmula sacramental.Se cuenta que, a iniciativa suya, se levantaron más de mil templos, escuelas y hospitales en aquel país. Y si de números hablamos, a mediados del siglo XVI (j apenas pasados 50 años del descubrimiento!), funcionaban ya, en América, 4 Arzobispados, 24 Obispados, 360 monasterios y un número tan grande de parroquias y capillas que no se podían contar. Nada digamos por ahora del éxito de las Misiones Jesuíticas del Paraguay, la flor hermosa
que reverdeció en estas tierras aborígenes, adonde España se había trasplantado. Incluso en las leyes de la época quedó reglado el modo de actuar con los indios buscando primero su conversión. Todos, tanto sacerdotes como colonos y soldados debían estar dispuestos a catequizar a los indios, como señalan las famosas «Leyes de Indias». Recomendaban por ejemplo, que primero se atrajese la amistad de los indios, tratándolos «con mucho amor y caricia» (Libro IV, tít. IV, ley 1 0) y que luego se proceda a «enseñarles con mucha prudencia y discreción» predicándoles «con la mayor solemnidad y caridad»; incluso, yendo de a poco, es decir, que «no comiencen a reprenderles sus vicios e idolatrías» y que usen «de los medios más suaves que parecieran para aficionarlos a que quieran ser enseñados (…
procurando los cristianos vivir con tal ejemplo que sea el mejor y más eficaz maestro». (Libro IV, tít. IV, ley 2 ); etc. Para facilitar la civilización de los nativos y su elevación espiritual, adoptaron los gobernantes de España un sistema basado en la igualdad y fraternidad de todos los hombres, como hijos del mismo Padre celestial y descendientes de la misma carne adámica. No se trataba de la «igualdad» y «fraternidad» liberal que impondrían
los masones del siglo XVIII. Dichas características hacían a todos, indios y españoles, hijos comunes de Dios y de España y, por lo tanto, poseedores de los mismos derechos, al punto tal que se podían mezclar y seguir poblando la tierra, como se decía en el Génesis y lo mandaban la Corona: «es nuestra voluntad que los indios e indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con indios como con naturales de estos Reinos, o españoles nacidos en las Indias; y que en esto no se les ponga impedimento. Y mandamos que ninguna orden Nuestra que se hubiera dado, o por Nos fuere dada, pueda impedir ni impida el matrimonio entre los indios e indias con españoles o españolas, y que todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y Nuestras audiencias procuren que así se guarde».
Y quien violase los derechos de alguno de los súbditos de la corona, se las vería con la siguiente ley promulgada por Carlos V y confirmada por Felipe II: «Mandamos a los virreyes, presidentes y oidores de nuestras audiencias reales, que tengan siempre mucho cuidado y se informen de los excesos y malos tratamientos que se hubieran hecho o hicieren a los indios incorporados en nuestra real corona, y encomendados a particulares, y asimismo, a todos los demás naturales de aquellos reinos, islas y provincias, inquiriendo cómo se ha guardado y guarda lo ordenado, y castigando los culpados con todo rigor, y poniendo remedio en ello, procuren que sean instruidos en nuestra santa fe católica, muy bien tratados, amparados, defendidos y mantenidos en justicia y libertad, como súbditos y vasallos nuestros, para que, estando con esto la materia dispuesta, puedan los ministros del Evangelio conseguir más copioso fruto, en beneficio de los naturales, sobre que a todos les encargamos las conciencias». Y en aquella época las leyes se hacían cumplir. Es que no había en «Las Indias» un abuso real o imaginario que no provocase inmediatamente denuncias y protestas ante los tribunales y autoridades, originando castigos ejemplares que llegaron a veces a la ejecución en la horca, incluso de virreyes y gobernadores. Eran tales las disposiciones que hasta a veces se mandaba tratar mejor al indio que al español, lo que hacía que los esclavistas portugueses prefiriesen pagar más caro por los negros traídos del África y no tenérselas que ver con la ley española
ZACARÍAS DE VIZCARRA, op. cit, 40
*»Ordenamos y mandamos que sean castigados con mayor rigor los españoles que injuriaren u ofendieren o maltrataren a indios, que si los mismos delitos se cometiesen entre españoles, y los declaramos por delitos públicos». (Ley XXI
de Felipe II, dictada en Madrid el 19 de diciembre de 1593)

