El segundo fenómeno preocupante después de los cátaros y como introductorio a la inquisición fue ese complejo de herejías que ha sido llamado por los historiadores de
la Iglesia como el grupo de los «antisacerdotales»: al margen de los cátaros, y a veces confundiéndose con ellos, se desarrollaron diversas corrientes de ascetismo laico, con una fuerte impronta puritana, antisacerdotal y antijerárquica que recorría gran parte del sur europeo.
Dada la decadencia del clero, no era difícil predisponer a la gente en su contra. Rechazaban la jerarquía de la Iglesia, criticaban su poder y riquezas, negaban la mayoría de los sacramentos (Eucaristia y Penitencia, especialmente), practicaban una pobreza extrema y, sintiéndose iluminados, se daban a la predicación libre. «Cristo me aplica su justicia aunque
yo sea un pecador», sostenían. Se los llamaba «humillados» y se extendían especialmente por la región de Lombardía, en el norte italiano.
También en Francia se difundió un grupo que perduraría hasta nuestros días. Su inspirador fue Pedro Valdo, nacido por el 1140 en Lyon, hacia el 1170 se entregó a la pobreza total, dedicándose a la predicación de su doctrina con gran arrastre popular.
Decididamente anti jerárquicos, los valdenses (nombre tomado a partir de su líder ) aceptaban la divinidad de Cristo y creían en la Eucaristía (pero sin transubstanciación). Todo hombre justo podía predicar, bautizar y celebrar la «cena», intentaban vivir de la limosna, rechazaban el trabajo manual y preconizaban el celibato.
Se organizaban en una verdadera iglesia jerárquica regida por los » perfectos» y llegaron a unirse en un momento con algunos cátaros llamándose a sí mismo «los Pobres de
Lombardía» o » Pobres de Lyon'». Sus dedos amenazantes se dirigían principalmente a Roma a quien comenzaron a llamar la «prostituta» del Apocalipsis (Apoc 17,1) o la «Sinagoga de Satanás» (Apoc 2,9). Podemos percibir también aquí la profunda subversión social que producía esta corriente de pensamiento en la Cristiandad medieval. Como eran otros tiempos las cosas no quedaban en meras palabras o discusiones vanas; eran épocas difíciles y un hereje era literalmente un revolucionario por lo que no se tardó demasiado en pasar de las ideas a los hechos. Había ciudades enteras que, por la predicación de los herejes y por la debilidad de algunos sacerdotes católicos, pasaban a enrolarse completamente en las nuevas prácticas y quien no estuviera de acuerdo, no recibía tratos «humanitarios», como bien relata Guiraud, las iglesias y altares eran profanados por
los herejes, los sacerdotes azotados, los monjes encarcelados y sometidos a tremendas torturas para obligarlos a apostatar
Las sectas, sobre todo los albigenses (o cátaros), obligaban al acatamiento de sus creencias mediante la lucha armada, la devastación y el incendio. Algo debía hacerse y esto no se trataba de un capricho eclesiástico o de fanáticos; la situación era alarmante
Que no te la cuenten 1: La falsificación de la historia. Javier P. Olivera Ravasi
*La herejía albigense, por ejemplo, tomó su nombre de la bellísima ciudad francesa de Albi, centro de la herejía cátara. Los frescos de su catedral-fortaleza, hasta el día de hoy muestran lo radical de aquellas ideas puritanas.
JEAN-BAPTISTE GUIRAUD, Ellogio della Inquisizion leonardo Editore, Milano 1994, 76.
YOLANDA MARIEL DE IBAÑEZ, El tribunal de la Inquisición en México, Universidad Nacional Autónoma de México, México
