
El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios.
La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece» (Flp 2, 12-23)