Tiempo
Dos cosas hay que tener muy en cuenta: la necesidad de señalar un tiempo determinado del día y la elección del momento más oportuno.
En cuanto a lo primero, es evidente la conveniencia de señalar un tiempo determinado para dedicar a la oración. Si se altera el horario o se va dejando para más tarde, se corre el peligro de omitirla totalmente al menor pretexto. La eficacia santificadora de la oración depende en gran escala de la constancia y regularidad en su ejercicio.
“Pero no todos los tiempos son igualmente favorables para el ejercicio de que hablamos. Los que siguen a la comida, al recreo o al tumulto de las ocupaciones no son aptos para la concentración de espíritu; el recogimiento y la libertad de espíritu son necesarios para la ascensión del alma hacia Dios. Según los maestros de la vida espiritual, los momentos más propios son: por la mañana temprano, por la tarde antes de la cena y a medianoche.
Si no se puede dedicar a la oración más que una sola vez al día, es preferible la mañana. El espíritu, refrescado por el reposo de la noche, posee toda su vivacidad[10]; las distracciones no le han asaltado todavía, y este primer movimiento hacia Dios imprime al alma la dirección que ha de seguir durante el día.” (Ribet).
Los sagrados libros señalan también la mañana y el silencio de la noche como las horas más propias para la oración: “Ya de mañana, Señor, te hago oír mi voz; temprano me pongo ante ti, esperándote” (Sal 5,4); “… y mis plegarias van a ti desde la mañana” (Sal 87,14); “Me levanto a medianoche para darte gracias por tus justos juicios” (Sal 118,62); “… y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12).
