El argumento se basa en que hubo una expansión milagrosa del Cristianismo. Pero la verdad es que ni siquiera hay un “Cristianismo” sino varios cristianismos de entre los cuales prevaleció uno y no por razones que tengan que ver con una “mano divina” sino por factores claramente humanos como el control de las Escrituras, la doctrina y la comunidad.
Respuesta: Esta objeción se plantea con base en la tesis de Antonio Piñero, catedrático de la Universidad Complutense Madrid, en su libro Los Cristianismos Derrotados. De acuerdo con Piñero, si bien “estamos acostumbrados a hablar de ´ Cristianismo ´, en singular (…) sería mucho más apropiado usar ese vocablo en plural, ´ cristianismos ´” .
Así, además del Cristianismo “mayoritario y oficial” de la “Gran Iglesia”, existieron también varios otros cristianismos como el de los
gnósticos (que decían que el conocimiento de la verdad era solo para unos pocos iluminados),
maniqueos (que ven a lo espiritual como bueno y a lo material como malo),
docetistas (que negaban la corporeidad de Cristo),
arrianos (que negaban la divinidad de Cristo),
pelagianos (que plantean que la naturaleza humana es completamente buena y no ha sido afectada por el pecado),
monofisistas (que sostenían que en Jesús solo existía la naturaleza divina),
nestorianos (que sostienen que en Jesús no solo hay dos naturalezas sino dos personas, una divina y una humana), etc.
En ese contexto, la verdadera razón por la que prevaleció la “Gran Iglesia” fue por la aplicación que hizo de los “medios de control” tales como “el control de la Escrituras, el concepto de tradición, la formación de cargos eclesiásticos unidos a la idea de sucesión apostólica… todo ello dentro de un marco que va haciéndose cada vez más preponderantemente paulino”.
Ahora bien, todo eso puede sonar bastante curioso o interesante pero no sirve de nada para fines de refutar la expansión milagrosa . Y es que, incluso si la tesis de Piñero es 100% cierta, solo explicaría cómo internamente habría prevalecido “un cristianismo” de entre varios pero no explicaría cómo externamente se habría expandido este en el muy difícil contexto romano y judío.
O sea, imaginemos que sí, que de entre los muchos “cristianismos” hubo uno que se impuso a punta de control de las Escrituras, la doctrina y la comunidad… ¿pero de qué sirve tal tipo de “triunfo” si el costo de ser el Cristianismo “oficial y mayoritario” y, por tanto, más fácilmente identificable, es acarrear sobre sí la más fiera persecución por parte del poder romano y convertirse en una religión “con todas las de perder”? Sería una total locura pensar en emprender tal empresa. Así que la tesis de Piñero simplemente no permite resolver la cuestión de la milagrosa expansión inicial del Cristianismo. Pero de todos modos analicemos los “medios de control” que aduce Piñero para ver si entran en contradicción con la idea de un Cristianismo auténtico y de origen divino o si más bien se estaría cayendo en una falacia de falso dilema
En primer lugar, tenemos el “control de las Escrituras”, el cual Piñero entiende en términos de “la declaración formal de un canon o lista de libros sagrados”.
Aquí lo que varios escépticos aducen es que la Iglesia habría sido arbitraria en la determinación del canon, eliminando aquellos libros que contradecían su “agenda ideológica” y preservando aquellos que sí eran acordes a la misma. Pues bien, al respecto hay que comenzar señalando que no es necesario apelar a una “teoría de la conspiración” para explicar el que se hayan seleccionado ciertos libros para conformar el canon del Nuevo Testamento sino que ello es absolutamente normal en un contexto en que las nuevas tendencias heréticas -como el gnosticismo, docetismo, etc.- estaban elaborando sus propios libros para legitimarse.
Y es precisamente esto último lo que lleva a que los llamados “evangelios apócrifos” exhiban claramente unas características que los evidencian como no históricamente fiables, a diferencia de lo que ya hemos demostrado para los escritos canónicos del Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, a diferencia de los Evangelios canónicos en donde los autores apenas señalan su autoría o lo hacen de modo muy escueto, en los evangelios apócrifos se enfatiza mucho la presunta autoría por parte de algún apóstol o miembro distinguido de la primera comunidad cristiana (Pedro, Santiago, Felipe, Tomás, María Magdalena, Bernabé, etc.), lo cual lleva a sospecha de fabricación interesada pro- autolegitimación. Y esa sospecha se confirma cuando se va a la cuestión de la datación de estos escritos pues en general son de mediados del siglo II en adelante, época en que ya habían muerto todos los apóstoles. Y también el estilo da lugar a sospecha pues, a diferencia de los Evangelios canónicos que son bastante sobrios, en los apócrifos se exageran y adornan perceptiblemente los dichos y/ o milagros de Jesús. Así que lo arbitrario es decir que la Iglesia hizo una selección arbitraria del canon pues los canónicos y apócrifos no están en situación de igualdad respecto de su fiabilidad histórica e incluso teológica y, por tanto, lo coherente es discriminar entre ellos “separando el trigo de la paja”.
Está bien que a estudiosos como Piñero les fascinen los “evangelios” gnósticos pero no por eso se los puede poner en pie de igualdad con los canónicos luego del análisis interno y externo. En segunda instancia, está el “control de la doctrina”. Pero, nuevamente: esto no es incompatible con un Cristianismo auténtico y de origen divino. Sea lo que fuere, la revelación divina se da a seres humanos y, por tanto, es natural que puedan surgir multitud de interpretaciones y ello natural que puedan surgir multitud de interpretaciones y ello eventualmente llevar a significativas desviaciones (herejías).
Esto ya lo habían percibido claramente los propios apóstoles: Juan hablaba de unos que “salieron de nosotros; pero en realidad no eran de los nuestros, porque si lo hubieran sido se habrían quedado con nosotros” (1 Juan 2: 19); Pablo advertía contra aquellos que enseñan “ideas extrañas que no están de acuerdo con la sana enseñanza de nuestro Señor Jesucristo ni con lo que enseña nuestra religión” (1 Timoteo 6: 3); y Pedro se refería a algunos que “tuercen” (malinterpretan) las cartas de Pablo y “las demás Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3: 16). Dado esto, nuevamente no es necesario apelar a una “teoría de la conspiración” para explicar el peyorativa y tendenciosamente llamado “control de la doctrina” sino que, siendo que se cree que una determinada doctrina es verdadera y necesaria para la salvación, es absolutamente normal que se tengan que combatir y condenar (en cuanto a ideas) las enseñanzas contrarias.
Y aquí no cabe mayor interés humano. Si el Cristianismo hubiera sido como la herejía gnóstica muy probablemente no habría tenido mayores problemas con el poder romano: solo se trataría de una pequeña secta de “iluminados” que pretenderían haber accedido a un “conocimiento oculto” y punto. Pero el Cristianismo desde sus inicios tuvo una pretensión de expansión universal de su doctrina conforme a las palabras de Jesús “Vayan a todas las naciones (…) y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes” (Mateo 28: 19,20). Y definitivamente esto, que también es una doctrina, traería problemas y hasta violentas persecuciones, tal como ya había sido anticipado (cfr. Mateo 10: 16- 25). Ergo, el costo de “controlar la doctrina” era muchas de las veces la muerte, tal como sucedió a varios de los líderes de la que Piñero pomposamente llama “la Gran Iglesia”.
Además, cabe resaltar la sorprendente unidad de doctrina de los apóstoles pese a ser doce hombres distintos que predicaban en sitios diferentes y en una época en que no existía tecnología para que se pudieran intercomunicar de modo continuo. Finalmente, está la cuestión del “control de la comunidad” el cual, según reporta Piñero, se habría dado a través de los “cargos eclesiásticos” vinculados a la idea de “sucesión apostólica”.
Pero, nuevamente, no se requiere de ningún tipo de “teoría de la conspiración” sino que es absolutamente normal que en todo grupo humano organizado tenga que haber una cierta regulación de conductas y de cuestiones administrativas. Y tampoco tiene por qué ser arbitraria la idea de sucesión apostólica. Jesús mandó a los apóstoles a “hacer discípulos” (Mateo 28: 19) y, por tanto, es absolutamente normal que tuvieran sus respectivos discípulos que serían los cristianos perseguidos de los siglos II y III. Y es precisamente a este respecto que no se puede equiparar alegremente a la Iglesia cristiana con las sectas y herejías pues la primera puede mostrar su origen desde los apóstoles mientras que las últimas son meras novedades particulares que no pueden justificarse históricamente.
Así pues, ni siquiera es necesario conceder lo que desliza Piñero sobre la Iglesia cristiana de los primeros siglos y, por tanto, sigue planteándose todavía con toda su fuerza el dilema que ya planteaba elocuentemente San Agustín:
“Meditad bien vuestra respuesta y elegid con toda libertad: Si confesáis los milagros de Jesucristo y de los apóstoles, al hacerlo así confesáis que la religión cristiana es obra de Dios, pues solo Dios puede obrar milagros verdaderos, y no puede hacerlos sino a favor de una religión verdadera y divina. Si negáis estos milagros, atestiguáis mejor aún la divinidad de la religión cristiana. Porque si una religión, enemiga de todas las pasiones, incomprensible en sus dogmas, severa en su moral, se ha establecido sin el auxilio de los milagros, este mismo hecho es el mayor y más inaudito de los milagros. Dadle todas las vueltas que queráis: este dilema es un círculo de hierro del que no podéis salir”
Antonio Piñero, Los Cristianismos Derrotados, Ed. EDAF, Madrid, 2007, p. 15
A. Hillaire, La Religión Demostrada: Los Fundamentos de la Fe Católica Ante la Razón y la Ciencia, Ed. Difusión, Buenos Aires 1956, R 237
