En una de las épocas más gloriosas de la Cristiandad; Inocencio III. Era el año 1198 y la situación de Italia y Francia en cuanto al progreso de la herejía iba en aumento. El 25 de marzo de 1199, día de la Encarnación del Verbo, el nuevo pontifice publicaba en Viterbo (Italia), la Decretal Vergentis in senium; allí, basándose en el derecho romano (lex majestatis) declaraba que el delito de herejía era delito de lesa majestad, es decir, que atentaba directamente al bien común del imperio y de la Iglesia. Vale la pena transcribir el texto completo:
«Si con legítima sanción, aquellos que cometen un crimen de lesa majestad son castigados con la pena de muerte, la confiscación de sus bienes y por misericordia sus hijos conservan la vida, cuánto más merecen entonces quienes desertando de la fe de nuestro Dios, ofenden a Su Hijo Jesucristo. Deben ser separados de nuestra cabeza, que es Cristo, por la Iglesia y despojados de los bienes temporales, ya que es mucho más grave ofender a la Eterna Majestad que a la temporal».
Pero el rigor de las leyes civiles era suavizado por la misericordia cristiana:
«a fin de que viéndose evitados por todos, deseen volver a la unidad (.) a fin que al menos la pena temporal corrija a quien no enmienda la disciplina espiritual podían arrepentirse y recuperar sus derechos
Es decir, quien hubiere delinquido contra la Fe y contra el Imperio, recuperaba todos los derechos perdidos, tanto civiles como penales, sin aplicarse la sanción o retrotrayéndola al estado anterior de su aplicación.
Una verdadera síntesis del derecho romano pero matizado por el espíritu del Evangelio. Así surgía entonces la Inquisición medieval, conjuntamente del poder civil y del eclesiástico, aplicando la justicia pero sin el olvido de la misericordia.
Ep. II, 1
