En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): «Mi deseo terreno ha sido crucificado; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí «ven al Padre»» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2) «Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía, 7) «Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).
