
El canto y la música cumplen su función de signos de una manera tanto más significativa cuanto «más estrechamente estén vinculadas a la acción litúrgica» (SC 112), según tres criterios principales: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea en los momentos previstos y el carácter solemne de la celebración. Participan así de la finalidad de las palabras y de las acciones litúrgicas: la gloria de Dios y la santificación de los fieles (cf SC 112):
«¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia, que suavemente cantaba! Entraban aquellas voces en mis oídos, y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas (San Agustín, Confessiones 9, 6, 14)