Mediante la gracia de Dios, la persona justificada posee la fortaleza necesaria para cumplir las exigencias objetivas de la ley divina, dado que para los justificados es posible cumplir todos los mandamientos de Dios. Cuando la gracia de Dios justifica al pecador, por su propia naturaleza da lugar a la conversión de todo pecado grave (cf. Concilio de Trento, 6, Decreto de la Justificación, c. 11; c. 14)
«Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo». (Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, 76). De acuerdo con las enseñanzas de la misma encíclica, es errónea la opinión de quienes creen «poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural». Así, «estas teorías no pueden apelar a la tradición de la moral católica»
