Entre las pocas frases que profirió desde la cruz estuvo la que dirigió a su madre. Se volvió a ella y le dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo!», señalando de alguna manera al discípulo amado, que estaba allí cerca. Luego se volvió a Juan y le dijo, !Ahí tienes a tu madre»! «Y desde aquella hora», narra el Evangelio, «el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19,27)
Debemos fijarnos, con detalle, en esa escena, porque forma parte de las últimas instrucciones que da Jesús antes de su muerte. En cierto sentido, se puede decir que era su último deseo, su testamento. Junto a la cruz, Juan aparece como una figura representativa, porque todos, de alguna manera, somos el «discípulo amado» de Jesús. Por eso, quizá, Juan no menciona su nombre propio en el evangelio que escribió. Quiso que cada uno de nosotros, en su lugar, camináramos con Jesús como el discípulo amado.
Y así, cuando Juan recibió a María por madre, la recibió como madre nuestra. La cruz es un momento decisivo para nosotros. Marca nuestra incorporaciń a la familia de Dios. Por la cruz, compartimos la vida de Jesús. Somos sus hermanos. Compartimos su casa en el cielo. Y compartimos a su Padre Dios!
Y así todos nosotros, todos sus «discípulos amados», compartimos también a su madre. En el mismo momento en que Cristo es nuestro hermano, su Padre es nuestro Padre; su casa en nuestra casa; y su madre es nuestra madre. Y esa es la perspectiva según la cual nos ponemos delante de ella en la oración de intercesión»
