Dios no existe, y de esto hay que sacar hasta las últimas consecuencias”. Y, en efecto, Sartre sí fue un pensador extremadamente coherente: sacó hasta las últimas consecuencias lógicas y existenciales de la premisa (falsa) de que Dios no existe. Así, en la visión de Sartre, “el hombre comienza por no ser nada”, “no hay esencia humana porque no hay Dios para concebirla” y, por tanto, “la vida, a priori, no tiene sentido”.
A partir de ahí Sartre busca construir un existencialismo “optimista” postulando que es el hombre el que, a posteriori, se da su propia esencia y sentido desde su libertad. Sin embargo, es precisamente ahí donde se rompe la coherencia de Sartre. Por un lado, si el ateísmo fuera cierto y el hombre no fuere más que un sub- producto del movimiento determinístico y “eterno” de la materia, ¿cómo sustentar el libre albedrío? Y, por otro lado, aun cuando se pudiera resolver el problema del sustento ontológico de la libertad, si no hay ya una escala objetiva de valores, ¿cómo probamos que el sentido construido a posteriori por cada uno no es más que una ilusión subjetiva?, ¿por qué una opción de vida tendría que ser objetivamente mejor que cualquier otra posible si todo es una construcción subjetiva de los individuos? Son estas, pues, las grandes debilidades del pensamiento de Sartre y fue justamente ahí donde, con una postura no teísta más coherente a este respecto, lo objetaron pensadores posteriores tales como Michel Foucault, Levi Strauss y los estructuralistas franceses.
A pesar de que Nietzsche había dicho que “Dios ha muerto”, Sartre quería seguir diciendo que el hombre estaba vivo; no obstante, vino Foucault a aguarle la fiesta con su planteamiento de que “el hombre ha muerto”. No hay sujeto, no hay libertad, no hay sentido, no hay trascendencia, solo somos productos de los condicionamientos del poder el cual ni siquiera es un sujeto sino solamente una estructura: esa es la filosofía más coherente con el ateísmo que plantea Foucault. De este modo, el pretendido existencialismo humanista fue rápidamente desplazado por el antihumanismo estructuralista y, con un poco más de énfasis en la deconstrucción epistémica y el relativismo moral, llegamos a la actual época de la filosofía: la postmodernidad. Todo es relativo, todo da igual, no hay absolutos ni fundamentos últimos: ese es el tipo de filosofía en que hemos devenido. Ahora pensemos ahora en el caso inverso. Pensemos que el teísmo es cierto y que, por tanto, debemos sacarle todas las consecuencias lógicas y existenciales a la premisa de que Dios sí existe. ¿Qué obtenemos? Pues lo inverso a lo que decía Sartre: que el hombre es creado con un propósito, que tiene una esencia que realizar porque existe un Dios que se la dio y, por tanto, hay un sentido objetivo de la existencia en la realización plena de esa esencia. ¿Y qué hay con respecto a los puntos de quiebre de la filosofía de Sartre? Que el teísmo no se quiebra ahí: el libre albedrío puede ser ontológicamente sustentado porque hay una instancia espiritual y existe también una escala objetiva de valores conforme a los cuales vivir.
Puede aceptarse incluso que el hombre esté sumamente condicionado por el poder como postulan Foucault y los estructuralistas, pero ya no es necesario decir que “el hombre ha muerto” pues hay una instancia en la que el hombre puede trascender la mera “estructura de poder” e incluso desde la cual puede sacar fuerzas para oponerse genuinamente a esta si es que ahoga su propósito o se va en contra de la escala objetiva de valores. De este modo, el humanismo teísta puede vencer al existencialismo ateo y al estructuralismo antihumanista pudiendo con ello dar una auténtica respuesta a los problemas de la postmodernidad. Más todavía: si el teísmo es cierto el hombre ya no es meramente una mota de polvo en medio del devenir “eterno” y “ciego” de la materia sino que se constituye como un ser con propósito y capacidad de trascendencia. Así que el teísmo, que ya hemos demostrado, sí tiene implicaciones existenciales muy profundas.
Quien se lo tome en serio no puede seguir viviendo igual luego de haberlo aceptado verdaderamente pues no se trata de una mera curiosidad teórica sino que tiene claras implicancias prácticas. Es más, “¿ qué puede significar para nuestra existencia el que pueda existir un Ser Subsistente que nos sostiene, una Causa Primera que nos generó, un Ser Espiritual que nuestro espíritu nos dio y un Diseñador Cósmico que nuestra existencia deseó?, ¿podríamos seguir viviendo igual?, ¿no habría la posibilidad de que allí esté la base de la plenitud ontológica y la auténtica felicidad?” (1).
Dante A. Urbina, Dios, ¿Existe o No Existe?: El Gran Debate, Ed. Misión 2000, USA, 2014, pp. 131- 132.
