Para hablar sobre el fin de los tiempos, tomamos aquí, un fragmento completo del teólogo Antonio Royo Marín
En la Sagrada Escritura se nos dice que nadie absolutamente sabe cuándo sobrevendrá el fin del mundo. Cristo resucitado advirtió a sus apóstoles que no les correspondía a ellos conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano (Hch 1,7). Y en el Evangelio les había ya dicho que de aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el hijo, sino sólo el Padre (Mt 24,36). Ya se comprende que el hijo no lo sabía como formando parte de su mensaje mesiánico que había de comunicar a los hombres, aunque sí como verbo eterno de Dios. Sin embargo, la misma Sagrada Escritura nos proporciona ciertos signos o señales por donde puede conjeturarse de algún modo la mayor o menor proximidad del desenlace final. No se nos prohíbe examinar esas señales, pero es preciso tener en cuenta que son muy vagas e inconcretas y se prestan a grandes confusiones, sobre todo por el carácter evidentemente metafórico y ponderativo de muchas de ellas. Buena prueba de esto la ofrece el hecho de que la humanidad ha creído verlas ya en diferentes épocas de la historia que hacían presentir la proximidad de la catástrofe final.
Vamos, pues, con sobriedad y moderación a recoger esas señales, pero guardándonos mucho de llegar a conclusiones demasiado concretas y simplistas. Lo único cierto en esta materia tan difícil y oscura es que nadie absolutamente sabe nada: es un misterio de Dios.
La Virgen María nos viene a advertir
Todo esto, es lo que nos viene a recordar la Santísima Virgen María por Voluntad de Dios. Pero siempre, después de cada legítimo mensaje del cielo, donde puede anunciar catástrofes como lo veremos más adelante, la Madre de Dios deja bien sentadas las bases de la esperanza: el Señor triunfará sobre el mal, su reino se implantará en el mundo y nosotros seremos su pueblo y Él será nuestro Dios.
Valga también aclarar, que todo lo que concierne a apariciones y locuciones entra dentro del campo que se conoce como “Revelación privada” y no obliga al creyente, en modo alguno, a creer bajo pena de pecado, ni siquiera venial:
«A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de “mejorar” o “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.» (Catecismo, 67).
Alguien podría perfectamente no creer en alguna aparición, aún si es aprobada por la Iglesia, y no pecaría en lo más mínimo. Sin embargo, es también importante advertir que no hay razón para desprestigiar estas apariciones -a menos que contengan algo en contra de la sana doctrina y/o la recta moral, y allí corresponde a la Iglesia el juzgar-, pues si alguien no cree, no significa que por ello esta manifestación del cielo sea falsa.
Alguien interesado en las apariciones marianas, reconocidas por la iglesia y revelación privados, de forma sistematizada y hermosamente explicada
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