«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.» (Catecismo, 1022).
En la Sagrada Escritura aparece clara la idea de un juicio que afrontará la persona inmediatamente después de su muerte: “el hombre muere una sola vez y luego viene para él el juicio” (Hb 9,27). Inmediatamente después de la muerte, el alma se presentará ante Dios, cara a cara, entonces se abrirán los dos libros: el Evangelio, donde la persona contemplará lo que debió haber hecho durante su vida, y el libro de su vida, donde contemplará lo que en realidad hizo; ambos libros serán comparados. Será un juicio basado en la fe (cf. Jn 3,16) y en el amor: “al atardecer de la vida se nos juzgará en el amor.”[4]
No será Dios quien juzgue a la criatura, pues no vino a condenar sino a salvar, será la propia conciencia la que la salvará o condenará eternamente, pues esta fue una decisión personal que estuvo respaldada por toda una vida (cf. Catecismo, 679)
