No sólo insistía en el cultivo de la virtud, sino también en el de la inteligencia. Él mismo se privó de sueño durante toda su vida para consagrarse al estudio y perfeccionar su sacerdocio, de modo que pudiera hacer frente a todas las amenazas y estar siempre preparado contra el error. Por ello, aunque sus detractores no se cansaran de afirmar que era un ignorante y un iletrado, y él mismo se complaciera en dejarlo creer, su ciencia y la amplitud de su cultura no podían permanecer escondidas. Los que entraban en contacto con el Papa y sus obras no podían evitar admirarse de la profundidad de su pensamiento, la extensión de sus lecturas, su erudición clásica y literaria y su exacta comprensión de la filosofía y la teología. Su mismo conocimiento de los hombres y de las cosas de diferentes países era portentoso en un hombre que jamás había viajado y maravillaba a muchísimos estadistas que se acercaban a hablarle. Leía perfectamente el francés, pero temía hablarlo. Era además un gran contable. Su delicadeza y nobleza en el trato con todo el mundo resultaba inigualable.
“De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los demás”.
San Pío X: El Papa Sarto, un papa santo. F.A. Forbes
