El Concilio de Letrán ya había establecido en 1179 la obligación de que toda parroquia contara con un colegio, donde se enseñaba a leer, escribir, contar y, desde luego, doctrina cristiana. Existía, además, algo similar a lo que hoy se llama «educación secundaria» en los conventos, donde impartía clases un «maestroescuela» designado generalmente por el obispo; en algunos casos, como el de Lisieux a comienzos del siglo XII, el obispo en persona enseñaba a los alumnos.60 Los contenidos se dividían en Gramática, Dialéctica, Retórica, Aritmética, Geometría, Astronomía y Música, siempre atravesados por la doctrina cristiana.
El saber era en todos los niveles indisociable del conocimiento de Dios, y en él se fundaba su mismo objeto. Hasta la organización de las bibliotecas respondía a un criterio religioso, en la medida en que el orden de los libros no era alfabético, sino que «primero estaba la Biblia, luego los padres de la Iglesia y, en último lugar, los libros seculares sobre las artes
