Según su primera gran encíclica, un clero noble y digno era uno de los medios que llevarían a la restauración “que debía curar los males del mundo”. “El sacerdote es el representante de Cristo en la tierra”, dijo un día a los estudiantes del seminario francés de Roma. “Debe pensar los pensamientos de Cristo y hablar sus palabras. Debe ser dulce como lo era Cristo, puro y santo como su Maestro. Debe brillar en el mundo como una estrella”. El Papa, sin embargo, comprendía que todo esto era difícil para la naturaleza humana y que exigía una larga preparación de estudio, de oración y de disciplina. Las armas espirituales debían ser bien templadas para el combate, pues la lucha había de ser larga y reñida. “Un sacerdote santo hace al pueblo santo; un sacerdote que no es santo, no sólo es inútil, sino perjudicial para el mundo”, diría en otra ocasión.
San Pío X: El Papa Sarto, un papa santo. F.A. Forbes
