El poder sirve para imponer una voluntad. El contenido de la voluntad que impone el poder ha de entenderse en un sentido amplio: desde un curso de acción determinado hasta una forma concreta de pensar. A puede querer que B haga C; A puede querer que B piense D; A puede querer que B perciba E, etcétera. Así, A tiene poder sobre B no solamente si en virtud del ejercicio del poder logra que B haga determinada cosa, sino también que piense, que perciba, que pondere, que crea, que se emocione de determinada manera, esto es, que adopte determinados valores, creencias, costumbres, principios, preferencias, normas. De todas maneras, la eventual acción de B podrá quedar así atravesada por ese pensar, percibir, etcétera. Si esto es así, se advierte entonces que el poder no puede ser reducido a la mera coacción o amenaza de coacción. Que el poder sea irreductible a sus funciones negativas quiere decir que el poder no solo sabe decir «no», sino también «sí».
El poder reviste, además, y por ello mismo, una dimensión positiva; una dimensión en la que no necesariamente reprime, sino más bien produce: produce realidades y subjetividades. Esto fue estudiado especialmente por Michel Foucault, sobre todo en su etapa genealógica: Hay que dejar de describir siempre los efectos del poder en términos negativos: «excluye», «reprime», «rechaza», «censura», «abstrae», «disimula», «oculta». De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que de él se puede obtener corresponden a esta producción
Michel Foucault, Vigilar y castigar (México D. F.: Siglo XXI, 2016), p. 225.
